La caza de las mariposas
Dicen que Punchao, el niño sol de los incas, durante cierta edad del Tiempo se quedó tieso, petrificado, escrutando de aquí para allá esos mares del cielo que él mismo bañaba con su luz diminuta. Buscaba señales, mojones de sustancia interplanetaria que figurasen el camino del Movimiento, que le dieran aspecto al Vacío. Dígase, estrellas, o más bien, mariposas: que los cielos también eran campos baldíos donde el niño se plantaba a cazar ese bicho de alas polícromas, suaves y polvorosas. Digo, se plantaba, porque literalmente se quedaba quieto, parado y con el bracito extendido, con un dedito puenteando el aire, esperando a que una de ellas en él se posase. A veces, las más de las veces, la mariposa se escapaba. Y a Punchao le daba una rabieta. No comprendía esa dinámica fugitiva, que es en verdad la misma de todas las cosas. Y entonces lo único que quedaba en él, era la quietud de estatua. Toda su luz, ya lista para derramarse sobre el mundo, se encogía en átomos de pavimento. Era co