Las naves son árboles de mar

 




Muchas cosas zozobraban en aquella hora. Caía la tarde, y un arrebol sanguinolento sobre todas las costas del antiguo Rey. Con el traste encajado en el trono de perlas, éste reunió a los gritos a sus sirenas, y ordenó que enderezaran al este el timón de los vientos, que despacharan gaviotas de fiel memoria a cada barco y promontorio, que mantuviesen a raya la ira de Poseidón: todo cuanto hiciera falta para contemplar en paz el espectáculo de la guerra. Incluso el Dios Padre tendría que guardarse, en su cofrecillo, el incontenible rayo.

Y así con una mano sobre Áulide, Egeo rió sin pudor, alto hasta el cielo, pero como el codo lo apoyaba en los Dardanelos, también se deshizo en lágrimas, y en una bruma densa, interminable, que descendió ensombreciendo los muelles.

Volvió a ver, rompiendo el horizonte, a los bajeles azules coronados de velas negras. La historia es sencilla. Su hijo Teseo había partido a Creta a matar al Minotauro; Egeo acordó con él que a su regreso, cambiara las velas negras por velas blancas, en caso de volver victorioso y entero. Sucedió lo segundo, pero Teseo olvidó hacer el recambio, y Egeo, que observaba impaciente el mar desde lo alto de un acantilado, tuvo por cierto que su hijo había muerto. Entonces cometió suicidio, lanzándose sobre las olas.

- Y no fue a parar al Hades -dijo Megacles de Atenas- porque los dioses decidieron que así como había sido en vida, así continuaría siendo un rey, ya no de la ciudad de las naves, sino del mar que las envuelve; caer, traspasar el agua, hundirse como el sol, sería apenas un pasaje de la condición mortal a la de un daimon, o, dicen algunos, un dios.

Erasmo de Corinto escuchaba. Cuando el otro concluyó, le devolvió una mirada elocuente, y dijo:

- En este mundo quizá, carente de dioses, en medio de la materia indiferente surgieron los mortales. Sin duda, peregrinos, a quienes toca atravesar una estadía breve y efímera, pero suficiente para encender la llama de lo que no existía antes que ellos y sin embargo, ahora, subsistirá para siempre: los signos. 
Somos el ζῷον σήματος, y por tu boca ha hablado ese poder. No has hecho más que reconstruir una bella alegoría, que pregona: los descendientes de Egeo serán los dueños del mar.

Mira, te contaré la verdadera historia de los velámenes blancos.

Dicen que la serpiente vivía en lo profundo de África, amarrada a un árbol de frutas grandes y frescas; hasta que cierto día aciago, fue expulsada a los desiertos.

Allí se volvió célebre. Porque los antiguos magos plantaban varas en la arena para invocar las aguas profundas, y en ellas la encontraban siempre a la maldita, oronda y enroscada. Mejor ahí igual que en la horma del zapato.

En la vara, la serpiente estaba regalada al filo del machete, perdida en su recuerdo de madera, recorte de los enmarañados jardines de antaño.

El desierto se volvió un lugar peligroso para ella, de modo que huyó a los mares. En las profundidades rumió y se revolcó en su propia ponzoña, alimentándola al infinito. Hasta el día en que vio pasar la quilla de Teseo.

Largo tiempo había soñado con esa nave específica, porque conocía el destino que pesaba sobre ella. Se arrastró entonces sobre las olas y comenzó a trepar, envolviendo por completo la armazón de madera, aferrándose con locura a aquel árbol gigante enraizado en la mar. Llegó a cubierta, pero no se detuvo allí. Embriagada la tripulación en el néctar de la victoria, nadie advirtió los innumerables siseos que estremecían las jarcias deshiladas por el sol. Frenética, ascendió hasta las velas, y entonces fue cuando la barca conoció su ardor infernal: de varios gruesos escupitajos, bañó en veneno la tela blanca que Teseo, antes de emborracharse, había tenido el buen tino de izar como señal.

El héroe nunca llegó a comprender lo sucedido, si algo puede añadirse a esa estupefacción que provocan la muerte y la repentina ausencia. Pero Egeo supo la verdad: coronado rey de las aguas, su primer orden fue limpiarlas de toda alimaña y así fue traída a su presencia la serpiente; interrogada con crueles instrumentos, confesó su papel no sólo en el triste episodio del regreso sino también en el de la partida, allá en los jardines del Sur. Entonces se la castigó con el destierro de mar: por sinuosas vías fue expelida, hasta que quedó varada en los pantanos de Lerna.

Pero no fue el fin. Porque la bestia ya no era una sola sino que tenía infinitos vástagos, todos los cuales se repartieron por la tierra. Como su madre, se encaramaron en lo alto de las naves, difundiendo con el viento la discordia, la cólera, y sobre todo la soberbia, que arrastra a sus portadores a la más duradera aflicción.

En Áulide, se escuchan aún los siseos… y también en Ítaca y Micenas; en Corinto y Megara, en Atenas y Esparta, en Melos y Naxos, en Epidamno y en la lejana Sicilia.

La fatalidad nos ha unido dos veces, y nos ha separado cientas. Ya no quedan más velas blancas. ¡Mira el amanecer! Ella también se despierta sangrienta.

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