Un mapa inútil



Los griegos de antaño dividían el mundo en cuatro grandes regiones, cada una por uno de los vientos, y bajo un dios reinante.


Hacia Bóreas1 estaba todo aquello a lo que no querían volver: el plano y el cielo eran un solo ​cubil​ blanco, sin hierba y sin árboles. Con mares, pero sin peces, y sin rumbo alguno; no más que oleajes encajonados en la tierra muerta. 


Hacia Noto, estaba Egipto; una mancha espléndida en la lejanía, el mediodía de Zeus (que si en la estepa y en las islas blande el rayo, en los cañaverales del sur concentra todo su poder). Así lo confirmó su benjamín,2 parado en los hombros de gigantes de piedra (con ojos como brasas, campestres, crepusculares). La mañana invadida de trompetas, le reveló una sucesión de terrazas blancas, cortada en dos por una serpe de plata; un sinnúmero de barcas cargadas de oro, sobrevolaba los reflejos mansos camino a la tumba, bajo el azul abarrotado de estrellas.


A Céfiro, estaba el mar, es decir, nada más que el mar por millas y millas; en medio cientos de islas se erigían como postas. Había en cada una algún monstruo de los cantos, toda vez más deforme, con más brazos y bocas, y tal vez menos ojos. Había también bosquecillos caminantes, móviles, constelaciones que se desordenaban al pasar la tormenta, y arrecifes repletos de cigüeñas con colmillos, que llevaban ensartados unos peces de dos cabezas (una azul otra roja como cresta de gallo) Las amapolas ardían en la noche cerrada, y orquídeas gigantes le daban cobijo a simios lujuriosos, que a veces, no despertaban. Más raros se volvían los entes y figuras, más se deformaban en la brisa los contornos del cosmos, a medida que la nave se adentraba en el extremo de la tarde; y al tocar el último horizonte, se podía ver el cielo y las aguas cayendo por fin, como un telón de oro, en el vacío sin estrellas.


Hacia Euro estaba el reino de los difuntos. Nunca nadie hubiese ido en esa dirección, de no ser porque media humanidad se hacinaba en las regiones colindantes; por su control se debatían la Muerte y el imperio de las pirámides. Pero incluso estos últimos la adoraban, y por ello, no lograban vencerla. Allí estaba también la tierra de la Primavera, hermosa y siempre fértil, brotada por doquier de narcisos y crisantemos; tranquilos rebaños podaban la hierba, y bajo la sombra del ébano se echaban los mancebos, sin pensar ya en el Hades.3 Pero de él eran sirvientes, porque había tomado como esposa a su Reina, y no la dejaba regresar a la superficie soleada excepto una breve temporada al año; así el sueño de belleza de la tierra quedaba trunco, y reinaba mayormente la tristeza. 4 5   



Notas:  


1. Bóreas es Septentrio- una región sin dios, una tierra proscripta entre las tierras. Para la secta que confeccionó este mapa, se trata del remanente del reino de Cronos, sea que él more allí, andando libremente a la luz del día, o sea Bóreas el mismísimo Inframundo, donde el titán fue encadenado. Pero nunca se ha creído que un dios deba residir en un lugar para gobernarlo (arkhé): le basta con imprimir en él su marca (semeion). En el caso de Bóreas, la tierra mordida sólo habla de una cosa: todo decrece rápidamente. Sin importar hacia dónde dirija sus pasos, todo hombre morirá.


2. El que mira desde la cima es Alejandro, conquistador de Asia. Cuando llegó a Egipto, lo aclamaron hijo de Zeus o Amón, lo cual para la secta, es prueba suficiente del dominio del dios. Nuevamente, se trata de arkhé, dado que el Tronante reside en la región montañosa al norte de Grecia (y no se ha mudado aún, dicen, a la ciudad invicta). Por otra parte, Alejandro es una clave para entender la maldición egipcia: la riqueza ociosa, sobrecargada, infinita, que desde el vientre de la pirámide es lanzada hacia el Más Allá. Porque fue a él a quien dijeron los sabios de Oriente: “cuando mueras, no habrás conquistado otro territorio que el que ocupe tu féretro”.


3. Hades ha de ser Hatti, el reino de los hititas, que ya nadie recuerda. Dominó toda Siria, la más fértil de las tierras, y parte de Palestina, donde figuraban también los egipcios (junto con los amurru, y los ysraim). Los griegos poco tienen que ver con esta historia, de no ser por Hércules; cuando los hititas enviaron la Hidra, que barrenaba el mar con sus extremidades y destrozaba las naves argivas, el hijo de Zeus la rastreó y la remató. También Alejandro avanzó contra el este, y lo primero con lo que se topó fue el nudo gordiano, imposible de desatar; pero el joven rey vio la figura lejana de un halcón, la imagen de un don vedado a los mismísimos dioses, y se resolvió a tomar el Asia de un manotazo.  


4. En el centro del mapa, allí donde convergen los vientos y las mareas, estaba Grecia. Todos los pueblos siempre se han pensado ahí, por dispares que fueren sus mediciones del cosmos. Y todos se han equivocado. El mediodía, éramos nosotros. 


5. Un bosquejo previo del manuscrito, sigue los trazos de un árbol de cuatro grandes ramas, y va describiendo los signos del follaje: las sombras, los huecos, los susurros, la forma en que se entrelaza con la luz de las estrellas. Pero parece que la secta cambió de parecer, pasando a cifrar su prédica en forma de mapa: más popular, dado que en el imperio -es decir, en cualquier lugar- siempre habrá más comerciantes que filósofos.


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