La desaparición del Conde de La Pérouse






Del mar entero llevaban la mitad, tres mares y medio con sus lunas. En cada puerto dejaban una carta: y de este modo no se rompía la cuerda invisible que iba de la popa al palacio de Versalles. Una presencia etérea, fantasmal, hecha de las brumas que envuelven el alba; una existencia de ultramar, semejante a la de Dios, si los mares fueran los mares del vacío sin estrellas; una teleología, es decir, la más completa captación de la distancia; un pequeño apéndice de la nación-continente, soltado a la deriva del mundo.


La cuerda fue también de carne y hueso, con dos piernas fuertes, capaces de recorrer millas y millas de vía terrestre. El marino Jean-Baptiste Barthélemy de Lesseps, se hartó de la expedición, y pidió que lo bajaran en la remota Kamchatka. El Capitán Jean François de La Pérouse, accedió, con la condición de que volviese a Francia con nuevas noticias de la empresa que el resto de los tripulantes, maldito ingrato, estaba por acometer. Y de Lesseps cumplió. Un año le tomó atravesar las frías estepas del Asia, y luego los verdes valles de países más civilizados, hasta llegar a París y dar fe de que las naves La Boussole y L’Astrolabe, habían reconocido la costa oriental de Rusia durante los meses septiembre y octubre del año 1787.


A esa altura, aquel bosque de tablas, jarcias y mástiles estaba hecho sobre todo de signos, que es sabido, sobreviven a los cuerpos; porque de Lesseps completó su viaje en noviembre de 1788, pero La Pérouse y sus hombres llegaron al último horizonte en abril de ese mismo año. Cada horizonte promete ser definitivo; sólo que éste lo era. No hubo más cartas. O bien podría decirse, que desde el momento en que no hubo ni más puertos ni vías de correspondencia, entonces La Boussole y L’Astrolabe tocaron esa línea que, en los viejos cuentos de mar, se abre al vacío (“y las naves se esfumaron en el completo azul” diría más tarde Carlyle).


Pero la cuerda resistía a cortarse. Luego de un breve período de olvido (no puede acusarse a aquella Francia de distraída), el día 25 de septiembre de 1791, el nuevo régimen envió una expedición en busca de los navegantes perdidos, a cargo de Joseph Antoine d'Entrecasteaux. En 1793, pasaron cerca de la isla de Vanikoro, al norte de Australia, de donde vieron salir una columna de humo que el capitán atribuyó enseguida a La Pérouse; entusiasmado, ordenó poner proa hacia la costa. Pero unos peligrosos arrecifes le salieron al paso, y por temor a encallar, decidió pegarse la vuelta. De los náufragos, si los había, sólo hubo una pálida y última señal.


Excepto porque no, no fue la última.


En mayo de 1826, un marino irlandés llamado Peter Dillon llegó a la isla de Tikopia. Para su sorpresa, los indígenas del lugar tenían en posesión cubiertos de plata, tazas, clavos de hierro y una campana tallada con la flor de lis. Dillon indagó y supo que los habían obtenido comerciando con las gentes de Vanikoro, a dos días de navegación. Pero lo más sorprendente fue que había una vaina de plata con las iniciales J.F.G.P (¡Jean François Galaup de la Pérouse!). El irlandés decidió marchar cuanto antes hacia la otra isla.


Allí, los lugareños le contaron de dos naufragios ocurridos varios años antes. Lo condujeron hasta un falso canal repleto de corales filosos, los mismos que evitara sabiamente d'Entrecasteaux en su fallida operación de rescate. El humo que aquel había visto ¿era obra acaso del mismo La Pérouse? Porque según los nativos, la mitad de la tripulación había perecido ahogada o devorada por los tiburones; la otra mitad había improvisado una balsa con los esqueletos de madera, montándola y desapareciendo en la mar; pero dos hombres, un “jefe” y su sirviente, se habían quedado a vivir en la isla. Una existencia sombría y olvidada, pero apacible.


Dillon viajó con toda la evidencia a París. Por fin, la nación tuvo en sus manos el conjunto de los signos, cada uno de los trozos de la cuerda engullida por el oleaje del cosmos. De algún modo, esto le hacía justicia, restauraba su orgullo y su tenor heroico. Pero, ¿en serio? really? arremete Carlyle con sorna. La marea sigue levantándose cada vez más alta, ya ahoga la flor de lis en los campos de bronce, y pronto no quedará nada, nada más que estrellas, naves ellas mismas que naufragan en la noche, y se esfuman, nada más un humo, y van a morir una muerte tranquila, entre gentes extrañas.



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