La caza de las mariposas

 




Dicen que Punchao, el niño sol de los incas, durante cierta edad del Tiempo se quedó tieso, petrificado, escrutando de aquí para allá esos mares del cielo que él mismo bañaba con su luz diminuta. Buscaba señales, mojones de sustancia interplanetaria que figurasen el camino del Movimiento, que le dieran aspecto al Vacío. Dígase, estrellas, o más bien, mariposas: que los cielos también eran campos baldíos donde el niño se plantaba a cazar ese bicho de alas polícromas, suaves y polvorosas. Digo, se plantaba, porque literalmente se quedaba quieto, parado y con el bracito extendido, con un dedito puenteando el aire, esperando a que una de ellas en él se posase.

A veces, las más de las veces, la mariposa se escapaba. Y a Punchao le daba una rabieta. No comprendía esa dinámica fugitiva, que es en verdad la misma de todas las cosas.

Y entonces lo único que quedaba en él, era la quietud de estatua. Toda su luz, ya lista para derramarse sobre el mundo, se encogía en átomos de pavimento. Era como una calle vacía, donde los posibles transeúntes caminaban al revés, bajo tierra: ni muertos, ni mucho menos, vivos.

Pero se sentía omnímodo, porque conocía el abismo. La profundidad infinitesimal, el vuelo inverso al de la mariposa, o la nube, o la estrella: la caída en picada de la araña, hacedora de enriedos; el aleteo cavernoso de la quimera, capaz de devorar engañosamente el aire; el fuego en los poros de la piel, el viento contra la muralla, el relámpago inventando un falso día.

Hundido sobre sí mismo, el niño sol era incapaz de crecer.

Hasta que un buen día, vino Hércules.

El capitán de los parias sin trono, cruzó el Mar Occidental y, pasando por sobre la gran catarata en los bordes del mundo, llegó hasta Punchao y lo sacudió de arriba abajo, a bofetones. Fue como desbaratar el nudo de una Gordio celeste.

De pronto el Sol se sintió una estrella, otra entre miles. Ya no las necesitaba para señalar el camino, porque él mismo podía construir caminos, órbitas, Destinos. Brilló con fuerza sobre la Noche, e hizo de los cielos océanos translúcidos. Irradió color donde antes sólo hubo ausencia.

Al final del día, descansó y contempló su obra. Se regocijó ante el vuelo de las mariposas, que desde ese momento serían libres, porque el mundo lo era: preso de la libertad que no requiere explicación. Todo encajaba en su sitio, pero sin dejar de moverse; y el abismo tenía el grosor de un fantasma. La tierra entera se había convertido en una gran llanura, que no necesitaba estirarse ni hacia arriba ni hacia abajo, ni por fuera de sus horizontes nítidos, tajantes, definitivos.

Ahora, cada oscuridad sería el telón de la mañana.

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