En la superficie
El mar es un río que envuelve el abismo.
Es también el desierto, pero el desierto con agua (esto es simplemente una inversión del famoso arabismo para el desierto, “bahr bela ma”: mar sin agua).
El mar puede devorar mundos, igual que el Tiempo, la tierra, y el cielo. Sí, los dioses que fueron primero son también los que mejor desconocen toda forma de piedad. Añádase entonces, a Neptuno.
El único mundo que el mar se zampó entero es la Atlántida. Allí vivían hombres gigantes de barbas azules, de ojos tan habituados a la luz estelar que acabaron por parecérsele, de manos incansables que levantaron pirámides también azules.
La Odisea de Odiseo fue la más fácil, porque Ítaca seguía brillando bajo la faz del sol. En cambio la odisea de Atlas, el regreso a la Atlántida, era imposible.
Por eso el desdichado consagró su vida a sostener un cielo que jamás caería. Los paraísos se pierden muchas veces, a menos que uno se quede inmóvil, agarrado a una estructura imaginaria. De esa forma no se puede perder, ni morir, ni vivir.
Ser un hombre abismado, sumergido, atlantizado, hechizado al borde del acantilado, presto a terminar como Egeo, o quizá como un Narciso de las olas.
La otra opción es mirar al sol de frente.
Al amanecer que se expande por la bahía, rebosante, rebalsante, inundándolo todo, haciendo de la brisa un cuerpo rosado y desnudo.
Al río que el mar es bajo el cielo, uniéndosele, y uniendo la tierra. El completo azul rompe el hechizo de Cronos, sustituye el miembro castrado, vuelve a tender un puente entre las partes del cosmos que alguna vez se amaron.
No veo el abismo sin luces, veo la piel del agua fluyendo por caminos que aún no se han inventado. Una pléyade de velas blancas en procesión involuntaria, yendo a alguna parte y a ninguna. Si sólo hay islas perdidas en la oscuridad del Caos, no tiene sentido navegar, no globalmente: pero sí, tal vez, bajo jurisdicción insular.
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