La guerra, y el jardín

 


"Qué he hecho Dios, para merecer un hijo tan feo". Así le decía su madre. Es que Bertrand era un hombre feo. Muy feo.

Nació en Bretaña, reino de Francia, año de nuestro Señor 1320. Jamás en su vida abrigó esperanzas de estar con una mujer. Todas se las desmentía el espejo cruel.

Era ciertamente una fatalidad. Pero ¿es el Destino el que hace al hombre, o es al revés? Tal vez algunos destinos hacen al hombre, quien luego elige otros, que a su vez vuelven a darle forma, eterno muñeco de barro.

Bertrand eligió las armas como medio y modo de vida. Y ese camino torció el que le había dictado su rostro miserable.

Un día lleno de fortuna, se enfrentó a duelo con Sir Canterbury. Feroz, arrojado, relampagueante en sus manos el mandoble, le venció con facilidad. Y sucedió que en el palco, estaba Ella. Epifanía.

Epifanía era muy bella. Había miel en sus ojos, fresa en sus labios, jirones de la tarde en su cabello castaño. Era un premio fuera del alcance de Bertrand, por más esmero que pusiera en batalla. Y sin embargo…

Y sin embargo ella le dijo en cuanto lo vio "eres muy hermoso". Él se quedó mudo. La esperanza, mandada al fondo de la caja, tocaba ahora los cielos. No se parecía a la realidad especular. ¿Acaso la poseía la locura, o un lúcido goce de atar a los hombres con espejismos? Pues no: había una inocencia de luna, una claridad en su rostro que acusaba sinceridad y certeza. Seguía siendo un enunciado mentiroso, pero sucede que, cuando la mentira es auténtica, vale mucho más que la verdad.

Así fue como esta novedad, la de su belleza, aunada a la de ella que era incuestionable, se alzó como un amanecer y le atravesó el corazón. Pero no dijo palabra.

Pasaron cuatro años. Bertrand se fue a guerrear por aquí y por allá. Estuvo en provincias lejanas y tramontanos señoríos. Conoció hasta el último  castelete del reino de Francia: cada guarnición, corte itinerante, banquete de camaradas. Se le hizo costumbre cabalgar bajo lluvias de flechas,  reventar falanges techadas de escudos y escalar él primero la muralla: nunca cesaba de probarse heroico. El rey llegó a tenerlo en gran estima, y su fama corrió como un viento por las carreteras de piedra.

Al cabo de ese tiempo, Bertrand volvió a Bretaña, y lo primero que hizo fue dirigirse a casa de Epifanía para pedir su mano en matrimonio. Los padres se la concedieron contentísimos. Al parecer, la inmerecida fealdad había retrocedido ante el premio de la gloria.

Se hizo la boda. Entre las esperables murmuraciones de los vecinos, los novios se retiraron a una casita en un trigal lejano.

Epifanía tejía. Bertrand regaba los geranios. La felicidad es esto, se decía. Soliloquio.

Porque al poco tiempo, una idea incubó y germinó en la cabeza de ella, cual una flor del mal: quería que él volviese a la guerra. En otras palabras, -que también fueron dichas- : “ya no eres el hombre del que me enamoré”. Insistía con eso, todos los días, en una batería de pequeñas rencillas, hasta abrir un agujero en el alma de Bertrand el bueno, Bertrand el feo.

No le quedó más remedio que hacer caso a Epifanía y abandonarla, para no perderla. Montó a caballo y esta vez, ni siquiera peleó en Francia. El enemigo inglés avanzaba como un pulpo desde el sur. Así que Bertrand se batió como un león en Navarra.

Llegó a salvar al rey Carlos de ser tomado prisionero, y fue nombrado Mariscal del Reino. Le pareció entonces que ya estaba listo para volver con su amada. Pero cada vez que pisaba el estribo, llegaba un mensajero desesperado pidiendo refuerzos. No regresó nunca. En su última misión, en la comarca brujeril e incierta del Languedoc, una flecha le entró por el ojo, junto con el último rayo de sol.

Algunos dicen que la muerte es lo que le quita sentido a la vida entera. Otros, por el contrario, que lo otorga. No nos importa. Lo que cuenta aquí es que para Bertrand, la felicidad había existido. Un puñado de tardes regando los geranios, la belleza como opuesto de la fealdad, del horror, la paz como opuesto de la guerra, o mejor aún: la libertad. Paz, libertad y belleza tienen algo en común: se reconocen en cuanto se las ve, y no necesitan de ninguna explicación.

No demandan complicados aparatos ni armas hirientes, ni el servicio al Rey ni largos y tortuosos años de lucha. La paradoja, la trampa fatal, el círculo de Sísifo en la vida de Bertrand fue que esa misma lucha que había causado su beatitud, también significó la pérdida de ella.

No hay escapatoria. No para los que creen que es arduo entrar al reino de los cielos, no para los que ven un cielo donde hay algo mejor: un jardín; no para los incapaces de abandonar una guerra declarada a los abismos, para dedicarse, simplemente, a vivir.

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