El nombre de la bestia

 



De cada una de mis manos, infinitas manos, un cuello viscoso, largo, infinito, infinitos cuellos, una lengua viperina, dos ojos de fuego, dos, pero infinitos, colmillos negros, una hilera de caballos sombríos que machacan el aire, dos orificios que despiden una humareda verdosa y mortífera, infinitas humaredas, una dos tres cabezas de serpiente, con ojos, dientes, humaredas, lenguas, infinitas cabezas.

La espada nada puede contra ese capullo de vísceras, porque ahí donde corta, ahí enseguida del muñón sangrante (bilioso) emergen nuevas prolongaciones de la bestia. Me han dado doce tareas, pero ésta sola, apenas la segunda, comprende en realidad: infinitas tareas.

Sin embargo advierto que, por razones que se me escapan, disfruto de meterme hasta el cuello en este delta nauseabundo. La acción de la pelea, el vértigo, el roce continuo con la muerte: todo eso enciende mis sentidos, y se me hace preferible permanecer en el pantano, quizá para siempre. Quizá ganar una y otra vez esta batalla valga más que arriesgar el pellejo en ulteriores misiones (todas me parecen, de repente, innobles, indignas de mi espíritu heroico).

Hasta hoy, fui siempre el más fuerte de los hombres, el único de verdad invencible; pero ¿y si esto fuera desmentido por los vaivenes del Devenir? ¿Por qué no embalsamar mi fama en un bucle, en un espacio sin tiempo, en una versión pequeña y circular de los campos de asfódelos? La lucha sin final tiene por ventaja eso mismo, excluir todo final, y con él, toda derrota.

El sol ha estado en lo alto y ha comenzado a descender. Torrentes de sustancia hedionda manan por la tierra; pero la serpiente subsiste, intacta y múltiple. De pronto Atenea, dorada capitana de todos los valientes, se materializa junto a mi hombro izquierdo y me señala el cielo. Veo un halcón. Vuela muy alto y muy lejos, apenas una estrella que irradia indiferencia y majestad. Entonces vuelvo a bajar la mirada y me encuentro de improviso con otro paisaje, otra escena.

En una ciudad de apariencia oriental -aunque no termina de serlo- un mancebo de bucles dorados y andar ligero, un rey -a juzgar por los adornos de su cabeza- camina entre millares de soldados provenientes de toda la Hélade -unidos, como jamás se ha visto-. Frente a él, aguarda un grupo de sabios de luengas barbas blancas; y un carruaje, amarrado a un mástil con maña infernal.

Le han dicho que ha dicho el oráculo, que sólo el hombre capaz de deshacer esa ligazón podrá a su vez dominar Oriente. El joven rey se impacienta. Contempla el desafío. Apenas un nudo, pero ya uno solo es un sublime enriedo; luego, dividiendo, le siguen dos, seis, veinte nudos, infinitos nudos. Allí donde cada uno tuerce y aprieta, allí van a morir todos los caminos de la tierra y las vías del aire, infinitas vías.

De improviso, algo brilla en el vacío. Atenea le ha susurrado al oído la acción definitiva: y entonces el muchacho descarga la espada, desbaratando el nudo como sólo lo haría el conquistador de Oriente. Los sabios de luengas blancas se revuelcan por los suelos.

La visión concluye. Tengo otra vez ante mí a la monstruosidad múltiple; pero esta vez, no la enfrento, sino que miro a mis espaldas. Una roca gigantesca reposa entre dos colinas. Algo me dice que he de ir hacia ella, y levantarla bien alta sobre mi cabeza, con horrendo esfuerzo. Nunca he conocido una carga semejante. Por momentos tengo la certeza de que me hundirá bajo la tierra; pero no sucede así.

Algo me moja los pies. Del hueco dejado por la piedra, brota ahora un río de aguas ni claras, ni turbias, sino de tintes vivos: oleadas como bucles siempreverdes, siempreazules; amarillas como un cielo ingenuo, rojas como los estanques del inframundo. Torbellinos anaranjados, igual que los atardeceres sin tiempo del oeste del mundo, y también violetas, purpúreos como el moretón que deja la aurora sobre la noche que huye. Marrones como la tierra de la que vino la bestia, y marrones como aquella a la que volverá.

Y la Hidra, negra, ve elevarse esas aguas sobre sus innumerables cefaloides, y se agita por vez última con cien siseos también negros; y también la piedra, blanca, impacta derecho sobre la cabeza madre, la que era inmortal como la muerte, y toda aquella maraña de venenos se extingue.

La tarde cae sobre Lerna -después tal vez, la noche-. Mis manos reposan. Mis pies me llevan hasta la vaporosa cueva, donde anida el oráculo; pero he ido completamente en vano, para escuchar algo que no tiene sentido y que sin embargo, me veo obligado a consignar en esta historia.

Me ha dicho que en una tríada de milenios, los Sabios rebautizarán a la Hidra con una palabra inventada, bárbara, pero bellamente arrancada a nuestra lengua: -neweron -seis.

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