Las piezas




"El Artefacto Prodigioso había cumplido unas décadas a la deriva por el Universo, antes de aterrizar como un lento meteoro en el planeta de las Arenas”.

Así comenzó a contar el profesor Jason Hampshire, a sus pequeños alumnos alienígenas (de cabezas verdes y redondas coronadas por una antenita) mientras el mediodía rosado se filtraba al interior del aula 202, escuela Ruglarek XIV.


“Sepan mis queridos, que durante años anduve por un millar de mundos, todos los que puedan caber en la imaginación. Atravesé montañas de muchos colores, bosques que atrapan la luz de las estrellas, y ciudades que la emulan, con sus rascacielos asomando entre el estruendo del jazz*. Pero a pesar de todas las maravillas que coronaron mis viajes, fui incapaz de encontrarles un sentido. Todo me parecía árido, muerto, vacío como el espacio exterior al espacio. La nada entre los bordes de las galaxias.


* Así como los japoneses -por poner un ejemplo histórico- adoptaron el tango argentino, los marcianos de todas las latitudes idolatraron la música de la más grande de las polis cósmicas. Intervino en ello una cierta predisposición biológica: bocas cual finos tubos, y múltiples orejas, dedos y brazos. 


Este sentimiento tiene un nombre en la psiquiatría retloriana: “el síndrome Atlántida”. Ya habéis escuchado esa vieja historia de mi planeta: se trata de una isla bienaventurada, bañada del rubor del Oeste (que es por donde se pone el astro Imperator) llena de hombres fuertes, sabios, satisfechos de sí mismos. Rodeada de mares límpidos como un espejo: un día, una fuerza subterránea los partió en dos, y el cielo que reflejaban se volvió con furia contra aquel reino, ahogándolo en los abismos.


De igual manera, desde el día en que el Viejo Globo fue pulverizado por las naves de los bárbaros Hakor-nê, desde entonces erré, amputado, mutilado, condenado a una media existencia. 


Una mitad de mí se desprendió y se evaporó en el aire: en ella estaban la calidez, la confianza, la valentía. Estaban a la vez el hogar y el viaje a lo desconocido. Había una especie de redecilla, de telaraña celeste, que mantenía unidas las piezas del juego. De golpe, todo eso se perdió.


Hasta que encontré el Artefacto.


Estaba en poder de una de las tribus del planeta desértico llamado Sotton. No más aterrizar, me condujeron hasta lo profundo de una caverna; la piedra que la circundaba era de un color verde pálido, perfecto para crear ambiente. El Artefacto yacía sobre una columna natural de apenas un metro, y se mantenía opaco, insensible al resplandor de la roca, pero los nativos se inclinaban ante él como ante un Dios conquistador, o un emperador estelar.

En realidad, no era otra cosa que una pequeña máquina , que cabía entre las dos manos, roja y cyan y llena de botones amarillos; en la pantalla, unos ladrillitos de distintas formas caían hasta acomodarse o amontonarse desordenadamente. Tenía adherido un trozo de roca volcánica, con un núcleo de litio, del que por un impecable azar (de esos tan increíbles, que aparecen ante el espíritu como necesidad o destino) el mineral se había incrustado en las plaquetas internas del dispositivo, proveyéndolo de energía.


Con cuidado, invadido yo también de un súbito temor reverente, lo tomé, y jugué el juego de mi niñez, muy anterior al fin del mundo. Caí entonces presa de un sortilegio.


No sólo entre píxel y píxel, sino además en cada partícula de mi alma, las piezas volvieron a unirse. Todo encajaba; de cada grieta de la construcción emanaba el sentido, aquella deidad huidiza, que se opone a la entropía del cosmos (como una isla firmemente anclada en el mar terrible).


Me curé del Vacío.


Luego de aquel día, emprendí una segunda etapa de errancia interplanetaria. Pero esta vez, el Universo tenía todo el fulgor de los astros: archipiélagos, rompecabezas, Tetris de divina llama. Y sublunares de infinitas lunas, colgaban los carteles de neón (otra hechicería del Viejo Planeta, que no se ha perdido).


Naturalmente, robé el Artefacto, huyendo en la noche.

Ahora paso la mitad de mis días transmitiendo a uds, mis queridos, todo cuanto he conocido. Y el resto del tiempo juego el Gran juego con mis dedos rápidos, escuchando el jazz de la Nueva Nueva Nueva Nueva Nueva Nueva York, o como se abrevia, Nueva York VI. Como las ciudades de Alejandro, son más o menos treinta.

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