El fruto






Dios estafó a Adán: le dio a elegir entre la inmortalidad del que no tiene conocimiento alguno, o el conocimiento conocedor entre otras cosas, de la finitud.


La desgracia del hombre fue su sed de saber, nada más; mortal ya lo era, como todas las cosas. Milenios después el héroe sumerio Gilgamesh buscaría la hierba de la inmortalidad, que crece, con certeza, en el fondo del mar. Pero le hacía falta la hierba de las branquias, que no existe.


¿Qué clase de Dios montó tantas trampas? Parece un Dios huidizo y burlón, como Loki, Hermes, o Shatan. Pero ¿quién nos garantiza que Dios y la serpiente no eran uno y el mismo?


La otra opción es que no haya engaño alguno. Ni Yahvé ni Shatan, ni Bien ni Mal, nada más como decía Spinoza, el signo imperativo, la idea de que el sol sale para calentarnos, cuando en realidad, el sol no tiene propósito, o mejor dicho, nos ignora completamente.


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