En-dos





1954. En las cercanías del Golfo Pérsico, el arqueólogo sueco Gunther S. Thomsen desentierra una tablilla partida en dos, escrita en acadio, y atravesada por una interrogante que lo obsesionará durante el resto de su carrera.

Contaba la piedra la batalla singular entre el héroe Gilgamesh y Humbaba, el gigante cuyos pies tocaban el barro del mar y su cabeza descollaba entre las nubes. Herir a aquella mole en algún punto vital, y dejarla caer sobre las aguas (quizá fuese este el disparador del Diluvio Universal) era una hazaña del todo increíble, inexplicable e inexplicada: el texto había sido carcomido -probablemente adrede- justo antes de hablar de una poderosa fórmula mágica. Una de esas que Gilgamesh como consumado viajero, sabía rastrear indagando a aldeanos, tenderos, juglares y hechiceros.

En esas pesquisas, el héroe elegía cuidadosamente sus palabras, ya que una sola frase en falso podía cambiar el curso de la Historia y privar su inventario de reliquias y trofeos. De esta forma -según cuenta otra tablilla, descubierta en 1926- había dado con el paradero exótico e insular del sabio Utnapishtim, héroe del Diluvio (en este punto, debemos admitir el error de nuestra hipótesis previa, pero entonces ¿cómo no perecieron tierras y vacunos, ciudades y hombres, al golpear la espalda del gigante en el plácido y anchuroso mar?).

Utnapishtim le había enseñado las coordenadas secretas de la hierba de la inmortalidad, con raíz en los abismos oceánicos. Pero para llegar hasta allí necesitaba la hierba de las branquias, y ésta, había agregado el sabio sonriéndose, también se encuentra en lo profundo. 

Este momento cúlmine de la decepción heroica (de la derrota de la especie) también había sido borroneado en la tablilla de 1926; pero la versión completa apareció en otro registro, descubierto treinta años después. Gunther S. Thomsen, enfermo de la voracidad de los grandes investigadores, lo apostó todo a la certeza de que la historia se repetiría, y aparecería una réplica con la explicación silenciada (¿por qué?) de la caída de Humbaba.

La encontró por fin una mañana de otoño de 1975. Nuevamente, la tablilla estaba partida en dos, pero la lengua era el sumerio y no había sido hallada en los restos de ninguna ciudad o ciudadela: Thomsen, guiado por una intuición suprahumana, había hurgado en los pantanos, entre toneladas de barro milenario habitado alguna vez, quizás, por bestias míticas, pero no por hombres.

Ni hierba mágica, ni flecha ponzoñosa, ni trampa de áureas cuerdas, ni espada as sharp as Time, ni lanza puntiaguda como una estrella; ningún fastuoso secreto explicaba la victoria, como corresponde a un mundo en el que los misterios son pocos y las explicaciones sencillas. 

Ambas tablillas contaban la misma historia, sin alteraciones, palabra por palabra hasta la muerte del Gigante. Excepto que cada vez que la primera decía “Gilgamesh”, la segunda escribía “Gilgamesh y Enkidu”.

Gilgamesh y Enkidu mataron a Humbaba. Así como juntos caminaron hasta la Puerta de los Infiernos, desviaron las aguas del Río-que-es-siempre-el-mismo, contuvieron a un ejército de cuatrocientos mil ogros, domaron un dragón, abrieron la muralla de la Luna, y demás bravuras cantadas por los bardos sumerios y acadios durante dos mil años. Siempre con la fórmula “Gilgamesh y Enkidu”, auténtico conjuro en forma de murmullo del pueblo llano, oculto de la vigilancia palaciega y su orden solemne: fijar en las tablillas, único testimonio perdurable, la historia de un solo héroe.

Gunther S. Thomsen comprendió en un segundo, semejante a un relámpago, lo que le había demandado una vida de trabajo: que sólo la amistad entre los hombres puede derribar gigantes.


Comentarios

Entradas populares