Un leñador en el Ágora

Allá en Tesalia, los árboles son mucho más que alimento de las llamas. Cualquier paisano sabe hablar su lengua, y en el roce de la corteza todos han sentido alguna vez el cántico de la tierra, que sube por la piel como una marejada. En ella se amontonan los robles y las hayas, las encinas y los olmos; se derraman por la llanura anulando su monotonía, y ya no se mueven, pero tampoco consiguen quedarse tiesos; ni son piedras, ni son bestias, ni pueden hablar, ni dejan de repartir murmullos.

Semejantes a puentes de esmeralda estremecida, los árboles vacilan entre Hermes y el Logos, brotando erectos por un tramo, y luego dividiendose en todos los sentidos posibles. Urano tiene que desenredar con paciencia el tejido exuberante, si en verdad desea volcarse sobre las curvas de su amada. Pero esta demora es deliciosa para ambos, y aún para los seres de allá abajo, que a la noche resquebrajan al unísono el reposo frondoso.

Por tanto ha de pagar un alto precio, todo aquel que pretenda emboscar y desmembrar a un gigante de madera viva. Debe empaparse de ritos que no guardan relación alguna con la brutalidad del hacha. El primero de todos, y no el menos dificultoso, es contemplar pausadamente el follaje. Convulso como el océano, en la escala tonal de su verdor palpita el eco de cosas lejanas, traídas por el viento: las correrías de los chacales en las islas, el crepitar de los desfiladeros al sol de Mayo, una oveja de lana purpurea que bala a la espera en las costas de Ítaca. Pero no llega ninguna buena nueva de la raza de los hombres. Especialmente de las tierras de labranza límpidas que otrora fueran bosques, apenas recorridas hoy por pinares domesticados y sin alma, que en hilera entrelazan su perfume con el polverío de las carretas.


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